A la caída de la tarde tuvo lugar una reunión que cambiaría el destino de muchos. Puede que en un principio las intenciones y propósitos que provocaron la toma de esa decisión fueran nobles, incluso justos; sin embargo, un fin puro cuando requiere derramamiento de sangre se tuerce, se escapa del control de quienes lo idearon y convierte en desolación e incertidumbre lo que debería ser progreso y bienestar. ¿Pero cómo ayudar a quienes no te dejan ayudarles? La respuesta a esta pregunta, al menos en este relato, consiste en reunirse a la caída de la tarde. Y eso fue lo que hicieron los cinco hechiceros del País Azul.
El País Azul es una enorme extensión de terreno y en tan vasto territorio muchos desean gobernar. Por eso, desde tiempos remotos hubo guerras y enfrentamientos por el poder y el dominio de unos sobre otros. Después de miles de años de historia se llegó a un precario equilibrio: cinco reyes se elevaron como dignatarios y el país se dividió en cinco partes, las cuales eran gestionadas y administradas según el deseo de cada uno. La monarquía era renovada con los herederos de cada casa real. Así se mantuvo a lo largo de los años y así ha llegado a nuestros días.
Bien es sabido que un hombre no puede organizar los asuntos de todo un reino en solitario y por esto se delegaron funciones en otros individuos, que tejían el enramado político del País Azul. Hubo algunos que sobresalieron por su inteligencia y perspicacia; gente destacada que ocupó una destacada posición en los concilios reales. Se les llamó consejeros y todo aquel que gobernaba oía sus opiniones y sutiles advertencias. Ostentaban el poder en la sombra: los reyes hablaban, pero ellos movían sus labios.